Voces: Diego Valeri

El valor de rescatar momentos mágicos, por Diego Valeri

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Diego Valeri hoy trae el recuerdo vivo y la sensación de ser parte de un equipo de MLS. Portland Timbers cumple 50 años de vida. Los jugadores que vistieron su camiseta pasaron alegrías y momentos amargos. Todo es parte del lo que representa ser un 'leñador' hecho y derecho. Diego se hizo carne con Portland, así como los Timbers y su gente se hicieron carne en él. Valeri repasa momentos claves de su vida con el equipo Verde y Oro, uno de los clubes más emblemáticos del fútbol de Estados Unidos que existe desde mucho antes de que MLS naciera en 1996. La magia de un club para muchos legendario, la magia que aportan sus seguidores, y la magia que reside en las emociones de quienes alguna vez pisamos el mítico Providence Park. Feliz cumpleaños, Timbers. Es hora de celebrar tu magia.

"Celebrar la magia"

Desde la esquina veo la cartelera del Providence Park, con sus típicas letras blancas, ubicada encima del reloj del estadio: Timbers vs. RSL, MLS CUP Champions 10th Anniversary Celebration. Diez años, pienso mientras camino por la Burnside Street y el viento se lleva el polen de los árboles. También se lleva el tiempo. Vuelan, el tiempo y el polen, hacia las colinas del Washington Park, pero se aferran a mis huesos, a mis articulaciones y también a los típicos edificios de ladrillos.

Andar por esta cuadra ya es parte de mi rutina “Portlander”. Este lugar es hermoso desde todos los ángulos; cuando llueve, con frío o con calor, si cae nieve o caen hojas de otoño, si se gana o si se pierde. Recuerdo la nublada tarde de enero cuando vine a firmar mi contrato para jugar con los Timbers. Me había vestido de saco pensando que, en una de esas,alguien iba a juzgarme por la ropa. Nadie que ama juzga por la apariencia, pero yo no sabía cómo funcionaban las cosas en este lugar. La manera de amar al club, a los colores y a los jugadores que defienden su camiseta.

El lector está en su derecho de pensar que el amor y la calidez de la hinchada de Portland se relaciona con los resultados. Déjeme decirle que se equivoca. Es verdad que levantar trofeos y llenar las vitrinas siempre ayuda a un mejor clima, pero al menos en mi caso funcionó al revés. Después de haber firmado ese contrato en una apretada oficina, debajo de la tribuna, repleta de papeles y banderines, llegó la bienvenida de la hinchada. La calidez, la excitación, la novedad, la juventud, el porvenir, el orgullo, la pertenencia, la originalidad y la comunidad. Eso favoreció mi entrega como profesional, pero no lo explica todo.

Quizá también haya tenido que ver con el efecto toma la pelota. Como en aquella noche de octubre contra Kansas City cuando, en la tanda de penales, la pelota pegó en un palo, en el otro y, luego de pasar a centímetros de la espalda de Adam, se fue mansa hacia afuera. ¿Quién puede conocer esos misterios milimétricos del golpeo de un pie al balón? Ni siquiera los futbolistas. Apareció la magia en el Providence Park. La magia verde y dorada.

Sólo unos meses después fuimos campeones. La final contra Columbus fue un evento muy especial para todos, pero en lo personal tuve una de las experiencias más hermosas de mi carrera. No por haber ganado o por hacer un gol, ni por ser campeón o MVP de la final. Ese momento se dio en la habitación del hotel la noche anterior al partido. De manera excepcional, el club nos permitió concentrar con nuestra familia. Algo impensado en cualquier otro lugar del mundo. Entonces me puse a analizar la salida desde el fondo de Columbus, y Connie, mi hija, se sentó a mi lado a ver los videos. Le mostraba cómo se movían, qué podíamos hacer nosotros para contrarrestarlos, y ella me miraba. Me hablaba, quizá sin saber bien lo que decía; para ella era un juego más. Entendí que para mí también.

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La siguiente final, la del 2018, pasó con una mezcla de sensaciones, porque logramos llegar nuevamente a esas instancias y eso fue una alegría para todos. Atlanta tuvo un gran año y nos arrebató una nueva estrella. Llegó la pandemia y volvimos al ruedo en el predio de Disney, a pesar del miedo al contagio y a la soledad. Estuvimos casi dos meses metidos en una habitación —otra habitación de hotel—, pero esta vez solos, aislados, testeándonos todos los días y comiendo en bandejas de plástico.

A pesar de no poder abrir la ventana, me acercaba al vidrio a mirar hacia afuera. Soy medio claustrofóbico y el pasillo también me daba ansiedad. Contemplando las palmeras y los hoteles, me acordaba de Connie cantando por las calles de Disney la canción más pegadiza del mundo mientras pasaba la caravana de personajes: “Celebrate the Magic” se repetía mil millones de veces por los parlantes del Magic Kingdom. Fuimos campeones del torneo MLS is Back, el de la pandemia, que por alguna razón no se festejó tanto. Quizá porque la magia de ese momento fue bastante oscura para todos.

La oscuridad, como un cielo pesado, se extendió hasta diciembre de 2021. Ese año tenía la sensación de que era el último. Nunca imaginé que iba a ser así, irme jugando poco y llorando, y encima de local. ¿Se había perdido la magia? No lo sé. Tampoco quiero saberlo. Si hay algo escrito en alguna parte, mejor no enterarme, menos a esta altura. Fueron nueve temporadas en total, con más alegrías que tristezas.

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El pasado se aleja y se lleva el dolor. El polen, el tiempo. También se lleva familiares, amigos y compañeros de ruta. Cuántos jugadores han pasado durante los cincuenta años de vida de los Portland Timbers. Esta semana volvemos al templo del Soccer City USA para reencontrarnos, para sentir, abrazar, recordar de qué estamos hechos. Vivir el calor y el ruido, oír los aplausos y el peso de la memoria. Entre los flashes, las risas, las lágrimas, los cantos, las motosierras y los rayos de sol, haremos nuestro ritual y elevaremos la oración por Hannah y por aquellos que ya no juegan: Jimmy Conway, Charles Clives y Brian Godfrei. Están con nosotros, en el Anillo de Honor de nuestra memoria, custodiando los colores, bendiciendo a los que estén por llegar, vestidos de traje o de entrecasa, solos o con sus familias. De cualquier parte del mundo.

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El verde del estadio nos viste el alma. Hoy se juega un nuevo partido. Diez años o cincuenta se sienten como veintisiete segundos, como noventa minutos cuando estás perdido en el juego, en nuestra querida ciudad. Celebremos y no nos olvidemos de nosotros.

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