En Estados Unidos estamos en medio del Mes de la Herencia Hispana. De una u otra manera, todos los latinos que vivimos en este país tenemos alguna vivencia o anécdota vinculada a amistades o relaciones que hemos trabado en este país con conocidos, compañeros de trabajo, u otros integrantes de la comunidad del barrio o de la ciudad en la que vivimos.
Diego Valeri explora ese ámbito y esas vivencias en su columna "Lectura de Juego". El hoy talento de MLS Season Pass llegó a este país años atrás para instalarse junto a su esposa y su pequeña hija. ¿Cómo fue -y cómo es- para él vivir en el seno de una familia de marcadas raíces argentinae en Estados Unidos? ¿Cuáles son las alegrías y el desarraigo que ello conlleva? ¿Cuáles son las vivencias y aprendizajes que este tiempo de vida aportaron al exjugador y ahora analista?
Puedes leer esta columna en inglés aquí.
Lectura de Juego: Herencia
Son las siete de la mañana. En Portland está nublado, como es habitual. Los domingos son más grises que los otros días. Siempre que la rutina me lo permite, duermo hasta media mañana. El cambio de horario del Este al Oeste me agota. Estados Unidos es más ancho que largo y, de tanto vuelo red-eye, me acostumbré a tener noches de tres horas de sueño, en las que voy lento a ochocientos kilómetros por hora.
Bajo a la cocina y el mate está preparado. Aunque Florencia, mi esposa, no viaja conmigo, duerme menos que yo. No sólo desayunó, sino que además ya está caminando en la cinta. Miro hacia la ventana y veo una pelota de béisbol que cayó en nuestro patio. Es del vecino. Me siento. Sobre la mesa hay un libro de Osvaldo Soriano, Una sombra ya pronto serás. El agua se hunde en la yerba al mismo tiempo que el vapor se desprende hacia arriba.
No me gusta estar sentado, reservo toda mi fuerza de quietud para los vuelos. Así que me levanto, dejo el libro sobre la mesa, clavo el termo en mi axila y empiezo a tomar de pie. Abro la puerta corrediza que lleva al jardín, lanzo la pelota por encima del cerco, intentando meterla en el agujero del cornhole que está a unos quince metros. Erro. Me agarra frío y entro de nuevo a la casa.
Al fijar la mirada sobre el mueble, veo uno de los cuadros en los que tengo en brazos a Connie, mi hija. Esa foto nos la sacaron después de un partido, mientras estaba dando una entrevista en la cancha de los Timbers. Se la ve feliz y para nada tímida frente a la cámara. Es lógico, desde que nació tiene una en la mano o apuntándole a la cara para guardar una imagen, un momento, que igual siempre se nos escapa.
De hecho, ella ahora es tan distinta a la “Connie” de la foto… Salvo por el brillo de sus ojos que, ruego a Dios, el mundo no le opaque. No estoy seguro de haber analizado lo suficiente la decisión de haber venido a los Estados Unidos con mi familia desde nuestro Lanús natal. Tampoco sé si tenía que pensarlo tanto. Quizá deduje que todo iba a ser como lo imaginaba y, dentro de ese imaginario, no tomé en cuenta el riesgo, el paso del tiempo, el contacto con un mundo nuevo. Así son las idealizaciones: en general, nos alejan de la realidad y, en ocasiones, también nos alejan de las personas.
Recuerdo que la madrina de Connie nos acompañó a Portland cuando recién llegamos, aquel enero lluvioso del 2013. Ella era profesora de inglés y, como ninguno de nosotros hablaba demasiado fluido, viajó a darnos una mano para que pudiéramos establecernos. Connie tenía tres años.
La primera pretemporada con los Timbers fuimos al desierto de Tucson durante quince días. Allí concentré con Will Johnson, un compañero que había llegado a Portland en ese mismo mercado e iba a ser el capitán del nuevo ciclo. Muchas veces, se sentaba en la cama a leer y pasábamos horas en silencio. Dudaba si hablarle o no, porque estaba serio todo el día, pero me sentía en la necesidad de charlar con él. Entonces, con poca vergüenza, puse en práctica mi escaso vocabulario, aprendido en el secundario y en las películas de Hollywood. Sirvió. No tanto porque él haya entendido algo, sino porque hablar con el otro, aunque sea por señas, te da apertura mental. Te permite conocer el “yo” del prójimo y de sus palabras. Will me contó que había nacido en Canadá, que creció en Liverpool y después vivió en Chicago. Jugó dos años en Países Bajos y venía de Utah porque estaba en Real Salt Lake. “Buena mezcla”, pensé. El fútbol también nos ayuda a compartir formas de vida.
Una de las particularidades que experimenta un futbolista al emigrar es que el vestuario se vuelve como una familia y los compañeros, hermanos. No soy amante de la numerología, pero estoy ciento por ciento seguro de que en los últimos doce años compartí más comidas con Diego Chará que con mi hermano de sangre o con mi vieja. Desayunos y almuerzos en los entrenamientos, cenas en las pretemporadas, partidos de visitante, torneos internacionales y cumpleaños de familiares o amigos. En esas juntadas conocí las empanadas con ananá y la bandeja paisa. Sin ánimo de chicanear a “Charita” ni a los hermanos colombianos, debo decir que sigo prefiriendo el asado y las empanadas de carne argentinas. Creo que el sentido de intimidad y la convivencia fueron claves para el éxito y el crecimiento de nuestro Portland Timbers. Si puedo jactarme de haber dejado alguna herencia en el vestuario, es justamente esa: traer lo propio y ponerlo al servicio del “nosotros” con los brazos abiertos.
Siempre llevé esa cultura y ese sentimiento a todos los países en los que me tocó jugar. Esa forma de ser se agigantó en el 2013 cuando Maxi Urruti vino tradeado de Toronto a Portland, y el pobre no sabía qué hacer. Había llegado hacía un mes a Canadá comprado desde Newell’s y su novia lo estaba esperando en Ontario, con los muebles recién encargados, pero después del partido contra nosotros le dijeron que se tenía que quedar en los Timbers. Lo llevé a casa para que se sintiera contenido y, al ver un rosario tatuado en su brazo, le dije que al otro día me acompañara a la misa.
Fuimos temprano y Maxi no dijo una palabra. No se movía ni para persignarse. Tenía 22 años, era la primera vez que salía de la Argentina, estaba aterrado. Después de un tiempo, me confesó que tuvo vergüenza de decirme que, a pesar del tatuaje, no solía ir a misa, pero que, dadas las circunstancias, no estaba nada mal pedir ayuda “al de arriba”. Nos reíamos de esa anécdota mientras levantábamos la MLS Cup en el 2015, sabiendo que él iba a partir hacia Dallas FC.
Cuando dejo de mirar la foto de Connie, ella baja a buscar algo para desayunar. Me pide un bagel con cream cheese y un jugo de naranja. Corto un poco de manzana para sumarle fruta. Le ofrezco un mate, me lo niega con la cabeza y pone cara de asco. “¿Te acordás de ese día?”, pregunto y señalo el cuadro. “Sí, me encantaba entrar a la cancha después de los partidos y levantar el tronco entre los papelitos de la hinchada”. Sonreímos. Toma el teléfono y charla en inglés, por mensajes de audio, con Stephanie, su amiga. No les entiendo casi nada por lo rápido que hablan, parece que van a 2x. Igual el problema soy yo, que aprendí el idioma de grande y, aunque me las rebusco, para el oído no es lo mismo. Todavía pienso en español.
Un día Connie vino del Kinder a decirme: “How are you, daddy?”. Se me cayeron las lágrimas de alegría. Últimamente también se me cae alguna cuando no me entiende el humor “argento”. Puede ser un sufrimiento egoísta, lo sé. Fue mi carrera profesional la que nos trajo a este lado del mundo, así que no debería quejarme. Es que el futuro que viene me da tanto temor como el pasado que se fue. Eso sí que no ha cambiado en nada desde que ella existe. Quizás tener alguna incertidumbre sea fundamental para avivar el presente y ansiar el futuro.
Vuelvo a amagarle una invitación de mate, y nada. Ahora me comenta que la aceptaron en un programa del Portland State University para conseguir unos créditos del College por adelantado. Está en Sophomore, le faltan casi tres años para ir a la universidad. Dice que para que la acepten escribió un ensayo en el que cuenta la historia de por qué acá es “Connie”, cuando su legal name es Constanza. De cómo en estos quince años, en los que también pasamos algunos viviendo en Buenos Aires, ella era muy argentina entre las norteamericanas y muy “gringa” entre las argentinas. La felicito con un abrazo y se va a la habitación para seguir charlando con su amiga.
Una de las cosas que más me gusta de Norteamérica es el desarrollo del deporte junto a la educación. El deporte siempre fue cosa seria en mi vida: así lo vivimos en el Sur, y en el hemisferio opuesto parece ser igual, aunque tenga algunos matices. Donde yo crecí, no todos tienen la chance de que los padres permitan a sus hijos desarrollarse en las dos cosas; yo la tuve. Gracias a mis padres pude ser futbolista y, a la vez, comprender el valor de la educación. Aún cursando la secundaria, ya era profesional, e igualmente me obligaron a terminar los estudios, pero de a poco el avión del fútbol me llevó por el mundo a lugares que nunca me hubiese imaginado llegar.
Durante la pandemia mi papá se contagió de Covid. A miles de kilómetros, hablamos por videollamada y me dijo que tenía dolor de panza, pero que creía que iba a mejorar pronto. Yo estaba con los Timbers a punto de jugar un partido de Concacaf en Honduras. Él me deseó suerte antes de que saliera para el estadio. Cuando el partido terminó, fui al vestuario y tenía mil mensajes de mi hermano: mi padre estaba muriendo en una terapia intensiva en Buenos Aires. No pude viajar a verlo. Incluso allá, en la Argentina, casi nadie podía entrar a terapia. Murió en sólo unos días. Recuerdo esas semanas, en Portland, mirando el cielo entre los pinos, mientras pensaba en las cosas que me habían quedado por decirle, en qué significa verdaderamente la “herencia” y en la imagen pixelada de su cara durante esa última charla antes de que lo durmieran camino al hospital.
Por ser deportista perdí tanto como lo que gané; de todas formas, me considero un afortunado por haber jugado veinte años al fútbol de alta competencia. La suerte marca a fuego el destino tanto como el esfuerzo. De vez en cuando, me preguntan si en mis tiempos de futbolista era supersticioso. Cuando respondo que no, me miran con asombro y desconfianza. Entonces repreguntan: “¿no tenías ningún ritual de camino al partido o en el vestuario?”. Vuelvo a responder que no, pero aclaro que me persignaba antes y después de jugar. Además, agrego que podría tomarse por ritual que cada mañana, al levantarme, también me persigno, abro la cortina y miro el cielo. Quizá sea porque siento que cada día me estoy jugando algo. Algo que trasciende el hoy.
Doy un último sorbo: el mate ya está lavado. Los cuervos se acercan a la ventana. Sus sombras son menos oscuras que su plumaje y más livianas. Vuelan entre los pinos, los pierdo de vista así de rápido. Sin poder decir adiós.